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Niña buena

  |   Gerardo Carrillo / Chiclayo Paradise   |   Mayo 09, 2013


Rebeca tenía el rostro de un ángel que buscaba perderse junto a un demonio. Acababa de romper una relación, al extremo aburrida, con un tipo que buscaba retenerla con una frase típica del que no puede ofrecer algo más profundo o estremecedor: “Cualquier chiclayana quisiera estar conmigo, soy un hombre del primer mundo”, me contó indignada luego de asegurarme que ni los esforzados presentes –enviados desde su país carcomido por el desempleo–  la harían volver.

Me juró también que sus sentimientos hacia él no daban para más, y que desde que me escuchó en un recital –y observó mis ojos de "loco lanzapiedras"– presintió que conmigo no tendría límites,  incluso sentenció como una serpiente bajando por mi cuello: “Espero no equivocarme”. Lo mismo sentí yo al cruzar por un instante mis ojos con los suyos que se mostraban desafiantes. Quizás por eso le advertía por chat que la besaría y la tocaría desde nuestra primera cita. “Haz lo que te provoque”, respondía como retándome. Tampoco las cuatro veces que la dejé esperando doblegaron sus ganas de conocerme. Quizás la evitaba porque intuía que podría dominarme, robarme el corazón con esa belleza sosegada que atentaba contra mi desbordante estilo de vida, que de verdad, amo tanto.

A sus casi 20 años, ella representaba exactamente lo que necesitaba para combatir la falta de control por el que siempre abandoné trabajos, mujeres, la universidad y hasta un prolongado tiempo a mí mismo, en ese camino enfermo –y a veces necesario– de la autodestrucción. En cambio, yo para ella representaba parte de ese “realismo sucio” que muchas veces una mujer respetada y decente necesita para hallar verdadero placer.

Y eso fue lo que encontró la primera vez entre la desnudez del nosotros. Fue un acto salvaje con ciertos brillos de amor. Al principio tuvo cierto temor, pero cuando comencé a jugar con mi lengua en algunas zonas estimulantes, no le importó que aquella noche le terminara destrozando toda la ropa, TODA, mientras reía entre la locura y la felicidad. Su vagina guardaba el aroma prohibido de los cielos, ese por el que los demonios somos capaces de enfrentarnos al egoísmo del más grande dios lujurioso. Tentadora exquisitez con la que me embriagué hasta el amanecer en un hotel de Los Parques. Fueron cuatro los cantos violentos con la promesa de que vendrían muchos más. Y así fue.

Al poco tiempo, luego de establecer bien nuestras necesidades pasionales diarias, algunos gritos desde lo emocional surgieron en nuestras caricias. Algo que ni ella ni yo estábamos acostumbrados a sentir por parejas que finalmente habían sido de paso. En un par de semanas tomaba mi rostro con firmeza, con autoridad inusitada, y enfatizaba que ahora le pertenecía, que deseaba le dedicara el mayor tiempo posible a ella: “No te quiero compartir ni con tus vicios, ellos te quitan mucho tiempo”, sentenció una vez aprovechando que la embriaguez y la ensoñación dominaban mi cuerpo en una noche extrema.

Su familia trató de alejarnos, de advertirle que se perdería en callejones de problemas, que su vida podría tener agujeros negros que arrancan la voluntad, pero ella repetía que había nacido para mí, que su razón era parte de mis dedos al escribir… Todo dependería de ahora en adelante de las palabras que escogiera para construir las oraciones románticas. Me hizo entender, con un poco de resistencia de mi parte, que no se alejaría por nada, que desde que acepté estar con ella le pertenecía. Salvo si no la amaba. Pero la amaba, y algo me decía que debía seguir amándola. Hasta que me destruyera por completo.

 

Foto: todo-belleza.net

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