CULTURA

El amor (y sus laberintos)

Se utiliza tanto la palabra «amor» y sin embargo la mayoría de personas ni aman ni son amadas... y quienes dicen hacerlo tienen de pareja a quien más les quieren y no a quien habrían querido "querer": parejas a la mala más que nada.

  |   Alex Neira   |   Febrero 11, 2012

Nadie sobre la tierra que se precie de homo sapiens y con más de 18 años —por dar una edad— no ha sufrido una desilusión amorosa. «Es parte de crecer», diría cualquier experimentado o ducha en la materia. De otro modo, quienes ya tengan sus años y se consideren una excepción en este asunto, sencillamente demuestran gozar de una mente más corta que las mangas de un chaleco.

Una de las características de nuestra especie es que podemos ser felices, incluso encontrarnos en la mejor etapa de nuestra existencia, afrontar al mundo con alguien que nos ama y a quien amamos con toda el alma, y así, entre el almuerzo y el postre pensar en otras posibilidades..., en qué sucedería si nos vinculamos con tal o cual..., o en qué habría pasado si se hubiera dado luz verde a...

Del mismo modo en que se comprendió el bien por su contraste el mal, la noche por el día, al querer por la indiferencia, la solidaridad por el egoísmo, la valentía por el temor, la alegría por la tristeza, la debilidad por el vigor, la abundancia por la escasez, así también es connatural a nosotros amar a través de la infidelidad, siquiera en un periodo del desarrollo emocional del... «querer absoluto».

No es ninguna primicia que, al menos para los corazones de amplio discurrir, antes de amar en toda la extensión de la palabra, primero hayan berreado hasta las náuseas por alguien a quien creían adorar. Tampoco es cuento chino que hayan sido infieles antes de querer a pecho desnudo, o, inclusive considerando amar, amar, amar. Por lo demás, el mal día (y bendito al final) en que descubrieron no ser una pieza de lujo única, que todo se podía alterar en perjuicio suyo, entonces valoraron lo que de otra manera jamás habrían podido sopesar con objetividad.

Muchas, por no decir demasiadas relaciones amorosas han pasado por la ciénaga de la infidelidad, para recién a partir de ahí arribar a la entrega completa; si bien, obvio, en otros casos ha sido peor. Lo que se quiere dar a entender es que «más tarde o más temprano», con una u otra persona, cambia la cosmovisión, se comprende que el puerto inevitablemente se ubica en «la necesidad de vivir para hacer la existencia alegre de alguien en particular, que uno mismo no basta ya». La etapa de «vivir constantemente enamorado o enamorada» acaba, fenece salvo se ande mal de la mollera o no se tenga «capacidad de amar», cosa que no cualquiera lleva en la sangre, por decirlo de algún modo.

Sentar la cabeza es un proceso pero no necesariamente un sendero inevitable, puesto que la «virtud moral» (hábito de obrar bien, independientemente de los preceptos de la ley, por sola la bondad de la operación y conformidad con la razón natural) es maquinaria de fábrica, y en ese sentido poco afecta el sermón del cura o la formación familiar. Lo que sí, de cortarse la coleta de los romances por convicción propia, por sentir hondo, en ese punto: se pretende ya dar antes que el utilizar, se prefiere recibir embustes antes de originarlos; se descubre que únicamente se puede ser feliz en la medida en que nuestra compañera —o compañero— también lo es.

Y no con mentalidad de hormiga obrera: el ir armando una especie de fortaleza por puro instinto, por eso de que cuando se venera de verdacito es forzoso apoderarse de la pareja, como por cierto ganas en principio pueden dar, o sea restringir su libertad por miedo a perderla, sino usando la razón además, «con la firme determinación que así como la llama del amor nace cualquier vendaval, o simplemente brisa de atardecer, la puede apagar»; quizá por eso mismo se decide hacer las cosas de mil amores, dado que se percibe no hay mayor arrepentimiento que mirar atrás por no haber concedido todo el cariño que se pudo otorgar.

El amor es una apuesta, una arbitraria apuesta en donde como en la ruleta, el azar es más concluyente que la lógica. Salvo, claro, se aplique la lógica de no participar, de abstención, pero eso es peor todavía que sufrir una grandísima desilusión amorosa, pues no hay mayor derrota del corazón (y por ende de la vida) que no intentar «querer de verdad» por miedo a fracasar. De hecho, ¡ojalá dios, o quien fuera, libre de semejante atolladero del espíritu, incluso a quienes nos detestan!

«Bienaventurados los que aman, los que son amados, y los pueden prescindir del amor», sentenció Borges. Y bienaventurados porque el punto neurálgico en este mundo de crasas soledades y cánceres del alma, es que, en rigor, muy pocos seres humanos pueden anunciar a carta cabal que aman. Peor todavía, menos son los mortales que podrían aseverar —basándose en hechos concretos y experiencias fidedignas— sentirse amados, testificar en voz baja pero firme: «tal persona sé que me ama»; y para rematar la gran encrucijada del querer absoluto, los más de «los descendientes de Adán» no podemos prescindir del amor. Sí, nadie, o contadísimos seres humanos según se ha demostrado, pueden bastarse a sí mismos, caminar por el mundo sin la necesidad de amar.

¿Por eso será que tanto se engaña, tanto se miente, tanto se estafa a los sentimientos del otro, incluso más que en cualesquiera otras relaciones interpersonales?

Charles Bukowski no erró cuando afirmó entre las líneas de uno de sus relatos que nuestra máquina carnosa tiene más cuartos que un hotel de putas. Quizá lo peor es que las más de las personas cuando descubren que sus respectivas «media naranja» les son infieles rebuscan darle otra oportunidad, lo cual en principio no estaría del todo mal, las reconciliaciones fortifican los sentimientos más profundos, lo lastimero en todo caso es que no se quitan el velo de los ojos, pues el problema no se ubica en que la pareja sea infiel o no, en que uno mismo sea infiel o no, el problema está en que muchas veces se asegura amar cuando se sabe bien no es verdad. Van pasando los años y se sigue jugando con los sentimientos de alguien en especial (o más todavía), y la pregunta es por qué.

Por miserables, porque tronco torcido nunca se endereza, bien se podría responder; pero el calificativo y la metáfora de fijo no satisfacen. Sea como sea, un, dos, tres: ¡Feliz día de San Valentín! 

 

Foto: «Eros y Psique» (del escultor veneciano Antonio Canova)

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