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Espera a fin de año, Fer

Carlos A. Fernández Miñope es biólogo, investigador y docente universitario. Estudia la epidemiología molecular de las enfermedades infecciosas, a la vez que intenta ser escritor y divulgador científico. Invierte su tiempo en mejorar la comunicación entre los académicos y el público en general, escribiendo artículos, crónicas y otros textos que se publican en diversos medios periodísticos nacionales e internacionales. En 2019, alcanzó el segundo lugar en la IX temporada de LuchaLibro, el campeonato de improvisación literaria.

MOSCAS DE BAR   |   Poesía y narrativa peruana / Moscas de bar   |   Julio 16, 2022

Son las nueve de la mañana. Escasamente recuerdo la mano de mi madre llevándome por la Av. Continental. Avanza, César, apura, ¿no puedes caminar bien? A veces yo también me pregunto lo mismo, ¿será que no camino bien? Tal vez sea por eso que, mientras los zapatos de mis compañeros brillan, los míos llegan opacos, cargados del polvo de la caminata.

La ruta es conocida, y sin nada digno de notar, excepto por hoy. En la esquina de la última cuadra antes de voltear a la izquierda, para ir por la calle que llega al colegio, han inaugurado una ¿coiffure?

Fer fue siempre un amigo fuerte, y aunque solo compartimos el último año, a él corresponde la memoria más viva que tengo del colegio. El Pepo Bazán, como le decíamos, era un colegio extenso, en todo sentido. Nunca pude recordar su nombre a la primera; ¿y cómo?, con tantos miles, centenas, decenas y unidades en su nombre. Una viuda adinerada decidió no dejarles nada a sus hijos, haciendo que todo su patrimonio, un terreno de más de dos hectáreas en un extremo deshabitado de la ciudad, se convierta en la promesa de un colegio estatal. Eso decía su testamento, y por más que algunos quisieron evitarlo, se construyeron algunos muros y techos. Finalmente, un exoficial hubo de hacerse cargo, y lo convirtió en el colegio militar que es ahora.

Entrar desprevenido podía dejarte confundido —cuando menos— porque entre un penal y un colegio militar público para pobres no hay mucha diferencia. Los pabellones estaban abarrotados de facinerosos, azuzados por los auxiliares y las largas varas de madera que retozaban en sus manos. Era raro encontrar un auxiliar sin pasado milico; la mayoría exsoldados traumados que volvieron de una guerra tan fugaz como inútil, y que nunca tuvieron éxito para encontrar otro trabajo. Todo aquel que había llegado tarde sabía que le esperaban al menos cien ranas. Si osabas contradecir a un profesor eran mínimo diez reglazos, los que te dejarían la mano inútil hasta el día siguiente. No cantar el himno en la formación te premiaba con tres horas de pie en el centro del patio, tomando descalzo el ardiente sol del mediodía. Así, la mayoría de los estudiantes haría lo que fuere para no llegar tarde: tomar combi o mototaxi, taxi en el más desesperado de los casos; para los más pobretones, aquellos que vivíamos a espaldas del colegio, eso se traducía en atravesar caminando un arenal. El terreno era tan grande que nunca hubo presupuesto para construir aulas suficientes, y al cabo de los años todo se limitó a dos pabellones, un teatrín y medio coliseo deportivo ubicados en la entrada principal. El resto continuaba siendo un páramo inmenso, cercado por muros truncos, y una mezcla extraña de tierra y arena al centro mismo, muy útil para jugar fulbito, algo buena para correr, muy adecuada para echarse unos tragos a la salida, perfecta para aprender a fumar sin toser.

Mi ruta habitual para entrar al colegio involucraba rodear medio perímetro hasta llegar a la puerta principal; sin embargo, cuando se hacía tarde, trepar un muro de adobe, caminar el arenal, subir la reja y descolgarse para luego correr subrepticiamente hasta el aula podía ahorrarte hasta veinte minutos; descuéntale cinco para limpiarte el uniforme de la arena y secarte al vuelo el sudor.

Ese lunes no tuve otra, con quince minutos lejos de la entrada principal, solo quedaba atravesar ese urbanizado desierto para subir otra vez la reja. Pero ¡mierda!, el viernes anterior encontraron a un chibolo del tercero J con el culo ensartado por una de las puntas de la barrera. Decidieron entonces soldar unos fierros para hacerla más alta. Aunque todos conocían de su existencia, estaba prohibido ingresar al colegio de esa manera.

Fue así como nos conocimos, descolgándonos de las rejas de la parte posterior del colegio. Mientras Fer con su metro setenta y cinco podía subir y bajar la reja muy fácilmente, a mí me tomó dos Padres Nuestros y un Ave María descolgarme con todo el temor de romperme un brazo. Chino, tírate nomás. Suéltate. No, por ahí no, pues, huevón; por aquí, a este lado, hacia la arena. Si te caes no pasa nada. De no ser por Fer, yo habría sido el siguiente cojudo en caer: mil ranas y suspensión, de hecho.

“Karlo’s Coiffureâ€, decía el letrero puesto sobre la entrada de la recién inaugurada peluquería. Dos travestis habían alquilado la casa para emprender en el negocio de la belleza. Los vidrios polarizados daban el contraste perfecto para apreciar las formas del polvo amarillento que cubría la calle. El interior blanco, iluminado del suelo al cielo, podía dejarte ciego, por lo que al ingresar volteabas la cara inmediatamente. Como la pobreza, los ojos encuentran descanso en las sombras. Ese mismo día, dos rocas enormes entraron abruptamente, dejando las ventanas de la coiffure hechas polvo.

 Fer se adaptó rápido al colegio, construyendo su fama de peleador y pendenciero, siempre secundado por su altura. Aunque la rapidez no contaba como una de sus virtudes, era buen encajador; luego de recibirte una patada en el muslo podía descargarte el brazo sobre el cuello. Ahí nomás se acababa todo. También era buen fajador. No muchos estaban dispuestos a pelear con él. A los chatos como yo, en cambio, nos tomó un poco más de tiempo. De mi parte, chancar y “adivinar†lo que vendría en el examen me mantenían a salvo en cierto rincón. Claro que eso no era suficiente, y también tuve que matricularme en los talleres de extensión, que —organizados en el aula— se dictaban religiosamente en ese yermo a espaldas del colegio. Pelea con cadena era un curso peligroso, pero te aseguraba un lugar entre los respetados; algunos pocos repitentes podían llevar el de pelea con cuchillo, el cual, como prueba de ingreso, exigía robarse —como mínimo— una mochila. De tanto insistir abrieron uno donde yo podría matricularme: taller de armado de tronchos, para pavos y cojudos según los entendidos, pues esas eran habilidades entregadas por la naturaleza.

Muy a pesar mío no fumaba —culpa de la pálida, la sensación de muerte súbita que convierte cualquier viaje en una pesadilla interminable—, pero los tronchos me quedaban para concurso. Fer se acercó una mañana para pedir mi ayuda. Chino, hazte una, pues. Buena tu hierba, ah, misma naranja Huando, sin pepa. ¿De dónde la has sacado? Tú rolea nomás. Ya, ya, y ¿cómo es? ¿Le damos curso saliendo? No, nada, es de un pata, y me la tengo que fumar con él.

Fer se exhibió siempre como un bicho raro. Las camisas limpias y planchadas, los zapatos bien lustrados, el pantalón sin remiendos, las manos limpias, todos los días bien peinado y perfumado, antes o después de pelear. Alguna vez Tejada, uno de los auxiliares de aula, dijo de él: ojalá y aprendan algo so mierdas, caminen derechos, nada de joroba, saquen pecho, hablen fuerte, como los hombres, no como los maricas.

En el trance de desmoñar, mi atención se detuvo en su cabello. Fer no tenía razón alguna para entrar al colegio por la parte posterior, excepto su pelo. No puedo negarlo, la entrada principal del colegio tenía su mística, podría decir incluso que era lo que más me gustaba. La avenida larga, partida al medio perfecto por una hilera de palmeras que desembocaban en la entrada del pabellón principal, te transportaba directamente a la solemnidad de un cementerio, haciéndote olvidar a las pandillas de bribones que habitaban el lugar. En el verano, las palmeras te guarecían del vibrante calor; en el invierno, en cambio, daban el suficiente espacio para caminar al lado de ellas sin dejar de recibir el sol, que tenuemente atravesaba sus hojas para calentar la vereda. En un colegio como el nuestro, llevar el cabello largo era señal de andar buscando desgracia. El único propósito para la existencia de auxiliares en la puerta principal era revisar el largo de las patillas y el cabello de los alumnos.

El corte militar era la vieja confiable; por lo demás, cualquier tipo de fleco no era bien visto. Excepto el de Fer. Dada su cuidada dirección engominada hacia la derecha, se comportaba como un techo rígido, asentado sobre el cuero cabelludo casi desnudo que empezaba sobre sus orejas, y que seguía hasta el cuello, cumpliendo a cabalidad con los preceptos de buena presencia que el colegio exigía a sus alumnos: cabello corto y bien peinado.

Ante la lluvia de piedras de cada fin de semana, las ventanas de Karlo’s Coiffure perdieron los vidrios polarizados para ser reemplazados por un par de cartones cuyos amarres de alambre, pintados de rojo, fungían de listones. En la avenida Continental no se hablaba de otra cosa que no fueran las orgías que todas las noches se producían en ese coiffure; del ingreso de adolescentes en uniforme escolar que salían de madrugada apenas arrastrándose de ebrios y drogados, a pesar de que nunca alguien había escuchado o visto algo. Pronto también la fachada abandonó los tonos claros de sus paredes, que durante semanas se comportaron como lienzo para los talleres de escritura y pintura de las señoras orondas que, los martes y viernes por la mañana, le recordaban a todo el pueblo joven los dones del señor.

Cuando eres pobre y el mundo se olvida de ti, el honor se convierte en un bien más preciado que el oro mismo; ninguna tarjeta de crédito puede igualar la palabra de un faite. Los acuerdos en el bajo mundo no requieren legalizaciones ni trapisondas de notario. De pronto, las peleas perdieron la honra que las envolvió toda mi vida en el colegio; en la arena se quedó la promesa del uno contra uno, para convertirse en masacres donde los más machos cogían a patadas al maricón del colegio. Fer volvió cambiado totalmente de las vacaciones de julio y Fiestas Patrias. El cabello con flecos fue reemplazado por la piel de su ahora descubierta cabeza, primero saturada de moretones y luego por las puntadas médicas, puestas con un dolor destinado a aliviar los incontables sangrados que cada patada y carpetazo le habían producido. La noticia de su homosexualidad, recién descubierta por sus padres, hizo añicos cualquier noble imagen suya. Los auxiliares rompían las varas con placer sobre él. A veces, Tejada prefería no moretear más sus piernas, y descargaba la fuerza de sus brazos sobre la espalda. A los pocos días, Fer me buscó por otro troncho.

–¿Qué fue? Esta hierba no tiene la mitad de la calidad de la que me traías.

–Puta, sí, esa me la conseguía mi pata; pero ya fue, no puedo volver a verlo.

–¿Lo dices por tus viejos? Qué fea esa mierda que te hicieron.

–Me cortaron el cabello porque mi viejo decía que de allí venía toda la mariconada; una vez rapado, me llevaron a la playa a bañarme desnudo, para limpiar el mal que invadió mi cuerpo.

–Qué pendejos.

–Sí, pero no es nada. En fin, he venido para que la rolees, no para contarte mi vida.

–Ya, ya, no te pongas saltón.

–Además, ¿por qué querría yo contarte?, ¿para que luego vengan cuatro o seis huevones a buscarme pelea? Ya no tengo padres, y los pocos que alguna vez creí mis amigos fueron los primeros en gritarme “maricón†mientras me apaleaban. Estoy solo, ¿y ahora encima no puedo fumarme un troncho sin tener que darte las explicaciones que buscas? ¡No me jodas!

–¡Hey!, ya, tranquilo. Puta, yo solo quería conversar contigo.

–¿Conversar? ¿Qué mierda? ¿Me vez con cara de querer conversar? O quieres ver mejor el hueco que tengo en la boca. Mira, acércate, ¿lo ves? Tengo dos. El primero me lo hizo un cojudo del quinto D. ¿Sabes qué hizo el mierda? Mientras otros tres huevones me sujetaban, tomó una de las carpetas y la lanzó contra mi cara. El otro diente me lo arrancó Tejada con su vara nueva. Pero ven, mejor acércate —dijo sujetándome por el cuello de la camisa—, te voy a hacer uno mejor.

–¡Ya, huevón! ¡Ya, cálmate!

Fer bajó la mirada por unos segundos, para luego levantarla hacia el cielo gris de la tarde. Se quedó así por unos instantes. Luego cerró los ojos, respiró profundo y volvió a abrirlos mientras volteaba el rostro lentamente hacia mí. Entonces, creí oír un suspiro.

–Está bien. Tal vez seas tú la última persona con la que converse. De alguna manera, te has portado bien, Chino. Gracias.

–¿Ves? Tranquilo, mano.

–¿Alguna vez has pensado en irte lejos? ¿En desaparecer completamente?

–No tengo plata como para pensar en esas huevadas, Fer, no me jodas.

–A veces pienso en irme, pero tiene que ser rápido, y a un lugar donde nadie me vea, pero que sea importante. Esa idea me ha invadido la cabeza, y no deja de darme vueltas. Mirándolo bien, ¿por qué no? ¿Hay algo que me amarre a esto? No, no lo creo. ¿Entonces? ¿Por qué no largarme ahora mismo?

–Puta, si puedes, ¿por qué no? Oe, pero ¿y el colegio? Vas a perder el año.

–¿Y tú crees que eso me importa? ¿Para qué chucha quiero seguir viendo a estos cojudos?

–Fácil encuentras mariachi, ah.

–Chino, ¿tú también? ¿Para eso me pusiste a hablar como un estúpido? ¡Conchetumare!

–Calma, solo digo, espera a fin de año, Fer.

A diferencia de Sansón, Fer nunca perdió su fuerza. Entre golpes y escupitajos sus pesados brazos supieron hacerse camino hasta las mandíbulas y narices de sus agresores. Poco a poco las cicatrices de su cuerpo hicieron de su piel una coraza. Las heridas de su cabeza sanaron, y apenas la inflamación cedió pudimos apreciar que su cráneo era perfectamente redondo. Pero nunca más alguien vería otro fleco. Fer sabía que en el colegio no había fuerza más poderosa que el miedo. Cuando no tienes plata, solo la violencia puede provocar el temor que necesitas, y con el miedo viene el poder. Las peleas se volvieron día tras día más sangrientas. Seguían siendo desiguales en número, pero Fer aprendió a superar la falta de equidad con la ayuda de Lena: una sucesión de eslabones de metal fundido, cada uno más áspero y abrasivo que el anterior, ribeteados por la rudeza de un mal acabado, erizado de soldaduras descuidadas y filosas como los picos de una montaña. Para terminar, después del último eslabón colgaba un pedazo de lata que bajo su frágil apariencia ocultaba un agudo filo. Uno tras otro, pómulos, brazos y piernas desgarradas le devolvieron la confianza de caminar sin mirar atrás. Era, nuevamente, el mismo peleador y pendenciero.

La desaparición de Karlo’s Coiffure fue tan rápida que nadie tuvo tiempo de chismosear. Poco podía hacerse con el local. Hasta que alguien más lo alquilara, solo serviría como guarida para uno que otro borracho y alguna prostituta que atendiera al paso. El letrero, que antes brillaba con las luces de la calle, ahora reposa en el suelo. Inclinado sobre la pared delantera, es el meadero preferido de los perros de la avenida Continental.

A pesar de todo lo ocurrido ese año, tuvimos una de las mejores fiestas de promoción porque un candidato al Congreso pagó por las cuatro horas de la banda de rock más conocida de la ciudad. Por primera vez podíamos escuchar rock en vivo, sin colarnos ni darle una propina al guachimán de la entrada. Todos olvidamos por un momento las diferencias. Alumnos y auxiliares saltaban abrazados y ebrios cantando los hits del momento, entremezclados con algún tema del recuerdo. Al fondo del escenario, armado en el patio principal con días de anticipación, las letras en pan de oro resaltaban el nuevo nombre de la promoción sobre una tela guinda afranelada: “Por siempre, Ferâ€.

         Terminado todo, alguien subió para colocar una cinta con el nombre de la promoción en la viga principal del escenario; la viga misma donde —en un extremo de su cadena— Tejada encontró a Fer, colgando.

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