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Fascinación lunar

  |   Claudia Odar / La esquina de una niña mala   |   Julio 10, 2013

J me fotografiaba desnuda siempre después de cada encuentro. Decía que cuando liberaba endorfinas me veía sexy y ante aquel halago no podía negarme. Sacaba con desenfreno la Nikon y, presa de un hechizo de modelo, me deslizaba como serpiente en las sábanas hacia su lente. Amaba posar para él, de un costado y otro, sonriente o misteriosa, enseñando poco o más de lo debido.

Cuando revisamos el catálogo de fotos que con suma dedicación hizo para mí, mi sensibilidad superó los límites de la excitación. Imágenes en sepia, blanco y negro y a colores que demostraban el gran talento desarrollado por J en tan poco tiempo y con solo algunas lecciones fotográficas de alcoba, que tomaba tras 8 intensas horas de trabajo con números y proyectos.

Revisábamos cada foto al detalle. Verlas motivaba a probar un nuevo cruce de cuerpos, fluidos y fantasías. No éramos pareja, pero teníamos la conexión necesaria para darnos los toques de amor de una verdadera. Durante una de esas “terapias antiestrés” me dijo: ¿Te has dado cuenta de los lunares que tienes? En efecto, conocía algunos de ellos, pero nunca tuvieron la más mínima importancia. Al notar mi indiferencia J insistió: “Los he contado uno a uno desde aquel que tienes en la ceja y que no se aprecia, hasta el que se apodera de tu pezón izquierdo, ¿pero sabes?, me excita más el de tu muslo derecho.”. 

Con esa confesión dejó libre sus instintos y yo me entregué a la devoción con la que besaba cada parte de mi cuerpo, como un niño explorador feliz de haber encontrado aquellos tesoros lunares que marcaban los 10 puntos estratégicos para cuando él deseaba estrecharme.

Su inquietud por aquellas manchas de mi cuerpo me motivó a buscarlas, contarlas y excitarme con ellas, solo conseguí lo primero y nunca las vi con la minuciosidad y el afán con la que J lo hacía durante cada sesión fotográfica y sexual.

J jugaba diariamente a encontrar mis lunares, su método para descubrirlos era sencillo y placentero. Me besaba las piernas y cuando detectaba uno ¡zas! lamía con fuerza la zona y emitía un suave pero enloquecedor jadeo. A veces me ponía boca abajo para sumergirme en su mundo explotarorio y penetrarme con fuerza mientras acariciaba suavemente mi espalda y festejaba el hallazgo. Me apretaba los pechos mientras tomábamos una ducha bien caliente, me enjabonaba y buscaba, en cada milímetro de mi cuerpo, la aparición de algún lunar que pudiera esconderse de su apetito mordaz. Mi cuerpo era su bosque, y los lunares los tesoros que disfrutaba lamer, pellizcar y decorar con besos. Su debilidad en la ducha era el lunar del pezón izquierdo, se prendía de él mientras yo disfrutaba del contraste frío de la pared y el calor de su cuerpo combinado con la temperatura del agua. Cuando terminaba, yo le daba una buena mamada hasta que las piernas le temblaban.

No había día en el que J no intentara sacarme una buena fotografía en la cama desnuda y donde el protagonista real sea cada uno de mis lunares. Elegí las fotos donde ellos salían, el de la nalga, el pie izquierdo, el brazo, el cuello, el pecho, pero mi favorito era el del muslo. Tenía un encanto fuera de serie,  lo podía lucir a quien quiera y en el momento que quisiera. En  la intimidad, J me ponía de costado para sujetarse de mi pierna y “darme con fuerza”, yo adoraba la delicadeza que tenía para ponerme en la posición más cómoda e  igual de rica para ambos.

J me convirtió en su juguete lunar, y yo me sentía feliz cuando cogía la cámara y empezaba a disparar. Era divertido verlo tomar fotos desnudo. Su miembro se movía de un lado a otro como un péndulo, yo pensaba siempre en “Ding, dong, ding, dong”. El coqueto se acercaba enloquecido para hacer lo que más le gustaba, darme más y más, y por supuesto, contar aquellos adornos de mi cuerpo.

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