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La licuadora

  |   Claudia Odar / La esquina de una niña mala   |   Octubre 18, 2013

Recuerdo lo rápido que fue ese momento. Eran las dos de la tarde de un día lluvioso y húmedo. Dejé todo en la cocina para empezar el ritual del almuerzo de fin de semana, pero para dos. Reposo, comida casera y placer. Sobre todo lo último, y más rico si es en la cocina.

Todo listo para devorarlo con amor e ir en busca del postre. Pero necesitábamos el jugo que acompañaría el almuerzo. Saqué la licuadora, trocé el mango que estaba heladito, el agua, todo. Concentrada en mi doméstica labor sentí sus manos invadiendo suavemente mi cintura, acercándose a mí, desconcentrándome, acelerando mis latidos, lamiéndome la nuca, el cuello, hasta cegarme de éxtasis y con la ventana abierta que expandía mis gemidos a la calle.

Se quedó quieto. Seguí el ritual culinario. Alisté la licuadora y sus manos calientes bajaron mi pantalón de golpe para frotar su miembro contra mis nalgas, sobarla hasta dejarme como la vereda que miraba mientras me tocaba: mojada y destruida. Quería que me la metiera sin piedad y con la furia de un niño resentido. Solté un placentero gimoteo que luego se apagó cuando su mano me tapó la boca para seguir su ritmo y darme órdenes: "¡Enciende la licuadora, enciéndela!".

Encendí la licuadora y yo no me resistía a la idea de ser su objeto, quería dar la vuelta, llevarlo al cuarto, desvestirme, castigarlo, follarlo con un deseo vengativo, devorarlo como un plato de fondo y disfrutarlo como un postre, pero seguí. La licuadora seguía triturando y yo dejé libre mis gemidos, levanté mi polo, necesitaba sentir sus manos en mi pecho, acariciándolos, pero me tocaba, ignoraba, penetraba sin consideraciones (¡Cómo me encantaba eso!), y con un grito empecé a jugar con la licuadora. Me dominó tanto como yo en esos momentos al electrodoméstico. El miembro bien adentro me dejaba en ‘off’ y cuando jugueteaba por atrás me ponía en ‘on’, así jugaba él con mi cuerpo arrinconado al espacio de cocina y yo con la licuadora que trituraba y paraba, trituraba y paraba. 

"Echa el azúcar, échalo ya", sus órdenes seguían mientras jaloneaba mi cabello. ¿Cómo hacer dos cosas exquisitas a la vez? Me hubiera tirado el azúcar al cuerpo, dejar que él me endulce o se lo endulce hasta recoger con mi lengua cada grano. Mientras buscaba seguía dándome y jugando con las sorpresivas visitas a la zona VIP, obedecí su mandato sintiendo un ligero temblor en mis piernas.

Seguí con el juego del on-off en la licuadora, con la bulla, la lluvia, los gemidos a la calle y la ligera sospecha de los vecinos. Nada importaba más que sentirlo, gozarlo. 

Jugo listo. "Ahora sírvelo todo", dijo. Saqué los vasos, las manos temblaban,  tenía los orgasmos en todas las puntas de mi cuerpo, sólo faltaba un poco más, un poco más, ¡Qué siga Dios, qué siga!, pensaba a cada momento. Serví rápido entre el temblor y la presión de sus caderas contra mi cuerpo.

“¡Todo listo!”, dije. Acomodé los vasos a un lado, me quité el polo y me dispuse a ser la víctima del crimen que empezaba a divertirme, pero se alejó. Con esa elegancia momentánea me subió el pantalón –después de obsequiarme unos dulces besos en mis glúteos– y dijo susurrando a mi oído mientras me abrazaba: “Ahora sí muñeca, vayamos a almorzar, esto fue un buen aperitivo.”.

 

Foto: estilodemujer.com

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