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Frente al espejo

| Claudia Odar / La esquina de una niña mala | Septiembre 23, 2013
Abrió la puerta de golpe, me tomó del cuello y me arrastró hasta ahÃ, hasta la habitación que cobijarÃa ese reflejo de cuerpos desnudos e insaciables, vÃctimas del desenfreno y el sexo bajo los brazos del dÃa. El espejo no era grande, pero qué rico era vernos.
La situación hubiera sido distinta en una cama, pero ahora estábamos de pie, mirándonos a través del espejo de una cómoda casera y ajena. Es asà que, entre el golpe placentero de su pelvis contra mi espalda baja, disfrutaba del brillo sudoroso de su piel a contraluz, podÃa verlo galopándome, tomándome con la delicada fuerza de sus brazos, para por fin bebernos y desayunarnos con el máximo apetito de ese peligroso demonio de las ansias.
Comencé a repasarlo y grabar no solo su cuerpo, sino todo de él, ver su placer, agitación, su mirada muchas veces perdida en mis pechos, en mis ojos, en su mundo. Yo lo sentÃa, yo querÃa el control, pero al verlo someterme elegÃa por el mejor remedio: disfrutar del goce de la observación del sexo, de recibir, de dar gemidos para alimentar su excitación y mi memoria.
PodÃa verme desnuda y sentirme sexy en todo el encuentro, amaba la redondez de mi busto mediano, la cárcel de sus brazos que atraparon a los mÃos enviándolos hacÃa mi espalda dejándome aislada, llena de él. Y ahà estaba mi bien visitado pubis, fresco, rosado y desnudo, invadido por su miembro alocado como una serpiente hambrienta. Estaba atada a él, a mi imagen eróticamente atractiva, a esos recuerdos vagos de amantes privados de ese dominio sobre mÃ, que aparecÃan intempestivamente en cada metida, a cada segundo de manoseos y obscenidades.
Nunca me gustó tanto mi cuerpo como cuando él me tuvo ahÃ, mirándome, mirándonos en ese juego de amor pasajero que envuelve las mejores experiencias. Ahora me inclinaba hacia adelante, su mano dominaba mi nuca, y mi rostro debÃa enfrentar su crudo reflejo despeinado y sediento de él, retándose a un duelo de placer mañanero mientras veÃa la embestida de pasión y su jadeo constante que me abrÃa… me abrÃa los oÃdos y ese espÃritu de victoria, de cuando uno gana la batalla y ve a su oponente rendido.
Las nalgadas iban y venÃan, cómo me encantaba sentirlas, más y más fuerte, que arremeta contra mÃ, hasta herirme, hasta que las piernas temblarán y las contracciones del orgasmo me dejarán la mente en blanco… y él seguÃa más y más rápido, yo le pedÃa que no pare, que continuará bailando, me diera con toda su alma, me castigue, porque asà tenÃa que ser él conmigo, malo, odiarme, castigarme por ser una niña mala, su niña mala, y terminar en mÃ, regarme, darme de tomar y salpicarme, hasta hacerme suspirar, verlo nuevamente, sonreÃrle y decirle “ahora sà limpiemos el espejo y vayamos a nuestra habitaciónâ€. Quizá mañana nunca más lo vuelva a ver.
Foto: Ojos bien cerrados, de Stanley Kubrick.
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