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Danza prohibida

| Claudia Odar / La esquina de una niña mala | Agosto 10, 2013
En estos momentos podÃa –entre la lucidez y el alcohol– darme cuenta de lo dura que la tenÃa mientras me movÃa y él rozaba su firmeza en mi suave trasero envuelto en un transparente vestido a rayas. Era la presa perfecta para esta leona sedienta de cuerpos, piel y sudor. Era la oportunidad buscada que no pensaba dejar pasar.
Su barba empezó a rozar dulcemente mi cuello. PodÃa sentir cada uno de sus dientes mordiéndome, su lengua divirtiéndose con mi sabor, mi mente visitaba galaxias y regresaba para jalar fuerte su cabello y presionar su nuca. Él era mÃo, solo mÃo.
Comencé a gemir, muy, muy bajito, mientras cerraba los ojos y me dejaba llevar por él. Abrazaba mi cintura, clavaba sus pupilas sobre mà para desvestirme en su mente, y con sus dedos presionaba suavemente mis glúteos. Yo querÃa más y él me domaba, me trataba con su permitida arrogancia como una deliciosa masa de pan. Me tomó a su antojo y lo acepté.
La melodÃa disminuÃa pero nuestros cuerpos continuaban ahÃ, pegados, el ruido del placentero murmuro era opacado nuevamente por la intensidad de la música. Estaba hinoptizada por su perfecta sonrisa, sus ojos café, su esbelto metro ochenta, y esas manos grandes, esas manos… tan duras y estilizadas que ahora subÃan de mi espalda baja hasta mis hombros, me acariciaban, me acariciaban el cuello, los brazos, mi pecho, sÃ… No saben lo bien que sus manos se movÃan mientras tocaba mis senos que ahora estaban frente a él. TenÃa el secreto para traspasar la tela de mi vestido cerrado hasta llegar al grosor de mi sostén y pellizcar ahÃ, en mis pezones erizados de pasión que –si hubiera podido tenerlos al aire– su boca se habrÃa perdido en ellos.
Sobaba y sobaba y yo soltaba “mmmmmm…sigue, mmmmmm…sigueâ€, y seguÃa moviéndose, moviéndome, encargándose de tenerme a milÃmetros de él. La música subÃa por momentos y se tornaba estruendosa. La ignorábamos. Él mordÃa nuevamente mi cuello y yo deslizaba mis dedos desde su nuca hasta su barba. Comenzaba a jugar más con él, mis dedos rozaban la rosada comisura de sus labios. Mi Ãndice bailaba en ella, se perdÃa dentro de su boca, salÃa, entraba, para volver a perderse en su boca, asà como yo deseaba ansiosa que su falo duro y evidente se perdiera en mà en un cuarto oscuro y silencioso, o donde sea: en el baño, debajo de la mesa o en ese mismo espacio donde ambos ahora nos rozábamos, nos tocábamos, nos hacÃamos el amor con todas las licencias que nuestros cuerpos vestidos permitÃan.
Ahora volaba, me perdÃa entre el suelo y el cielo que ambos habÃamos creado, disfrutaba estar ahÃ, dejándome tocar, amasar, acariciar, presionar, rasguñar. Él rasguñaba mis muslos, subió indecentemente el vestido y acomodó delicadamente sus manos ahÃ, en ellos, los tocaba con la misma furia con la que yo hubiera tocado su miembro en la cama, como horas después se lo demostré en el espacio donde rápidamente gozamos de nuestra embriagada desnudez.
El toqueteo no era suficiente para lo vivido esos minutos, querÃa abalanzarme sobre él, perderme más, ya no bastaban sus manos, ni su barba o su nuca, no querÃa sólo mirar sus ojos y amar su talla, no querÃa reÃr de placer o tener pequeñas ráfagas de delirio que sus besos generaban en mi cuello, querÃa más, querÃa tenerlo dentro de mÃ, gozarlo, mamarlo, gritar, gemir, escuchar el brusco y riquÃsimo sonido de los sexos, su jadeo al momento del placer, querÃa sentir su cuerpo desnudo sobre mà o debajo de mÃ, querÃa estar libre, viva, putita y putona para él.
El volumen de la música bajaba, y él sujetaba fuertemente mi mano como cuando iniciamos esta danza, y éramos él y yo terminando de bailar, observados por curiosos, éramos él y yo danzando lo prohibido en un lugar donde no podÃamos controlar nuestros instintos. Me condujo hasta la mesa, continuamos tomando un whiskey, todo se habÃa vuelto un ritual de complicidad que no podÃamos apagar. El fuego crecÃa en nuestros ojos y yo… yo mantenÃa vivo el deseo de poseerlo. La música sonó nuevamente, lo miraba calmado y sus ojos delataban el mismo apetito que yo. VeÃa su miembro traslucirse en el pantalón, igual de firme y decidido que en el baile. Entonces, tomé mi bolso, mandé al diablo a nuestros acompañantes de esa noche y fui tras mi presa. Era tiempo de un fugaz encuentro, de un nuevo baile a la vuelta de la esquina, era tiempo de salir y enseñar a ese chiquillo el verdadero baile al compás de mi cuerpo.
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