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No importa el lugar

  |   Claudia Odar / La esquina de una niña mala   |   Marzo 05, 2012

Acabo de escribir con la sensación de placer que él me dejó anoche en la escalera junto a mi departamento. Lo recuerdo, lo siento aún aquí adentro, me humedezco, escribo, muevo suavemente mi culo como frotándome con el asiento y el pantalón ajustado. Me gusta tener sexo con él, me atrae, me excita, y lo mejor, me gusta que le guste probar nuevas cosas conmigo. Y eso él lo sabe. 

La verdad es que intento no escribir esto. Pese a que ignoro el qué dirán, temo que me mires mal, que me ignores, o me tomes como suelo mostrarme: un objeto. No lo soy. Soy una mujer hecha y derecha. Vivo para mí y para él. Soy mujer, tengo sentimientos. Conservo la idea de vivir mi realidad sexual sólo en cuatro paredes, pero el ser impredecible puede enloquecer, animarme a probar todo en el momento y lugar que se me ocurra. Como cuando junto a él lo hicimos sin pudor en la escalera de mi departamento.

El momento fue más o menos así. A veces, las cuatro paredes no son necesarias para experimentar el cosquilleo constante de la excitación, de compartirlo con quien más amas o con quien lo desee tanto. El lugar a veces puede surgir de una disparatada broma o fantasía, de preferencia nunca debe ser planeado, y cuando el ánimo, el cariño, el deseo llaman, no importa el lugar.

Cuando él y yo nos dimos cuenta que no podíamos más con los besos —que poco a poco nos fuimos dando mientras subíamos escalón tras escalón— le dije que lo probáramos, no puso objeción, jugó conmigo, a frotarme el pecho agitado y yo a hacer lo mismo en su entrepierna. No reservó el vino que teníamos guardado para más tarde, abrió mi blusa y esparció suavemente, como si fuera a aderezar un manjar, algunas gotas sobre mi pecho, y el camino que éstas siguieron fueron imitadas por su lengua, que se deslizaba por mi cuerpo embriagado de placer. Mientras lo hacía me sujeté al pasamano de esa escalera, asegurándome con el poco razonamiento del momento, de que nadie, absolutamente nadie, descubriera nuestro abrasador encuentro. 

Mientras él, inmerso en la burbuja de ese instante, disfrutaba con delicia de la esencia de mis senos redonditos, yo intentaba sólo aferrarlo a mí. Miraba a mis ojos y sonreía con locura, me besaba y frotaba  entre mi ropa su miembro. ¡Mejor sensación que esa no existió!

Por momentos, ráfagas de lucidez venían a mi mente: mi familia viendo tele en el departamento, creyéndome incapaz de hacerlo ahí, sin pudor y reparo donde ellos diariamente pasan. Quizá estaban cenando, o riéndose entre sí, y yo… chupándosela, jugando a la mujer en llamas y jugueteando con su arrechura, desafiando mi descaro, retando a mi deseo y mi capacidad. Gozamos como nunca, ignoramos el resto. 

Cuando ambos enloquecimos, lo senté en una grada, y me monté sobre él. Pantalones abajo me mecí más rápido para sentirlo calientito dentro de mí. Ambos mordíamos nuestros labios para evitar gritar, gemir. Pero el pudor y el ruido nos desconcentró de un chispazo, nos obligó a ponernos de pie, subirnos los pantalones y abrazarnos como dulces enamorados quinceañeros. “Buenas noches”, señaló serio y algo desconfiado. Mi chico respondió “buenas noches señor” sonrojando cada vez más y yo, como niña traviesa sólo dije: “Hola papito”.


P.D. Que este 8 de marzo sea un riquísimo Día de la Mujer :) 

Foto: Joy Paz

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