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Recuerdo de un atardecer

  |   Claudia Odar / La esquina de una niña mala   |   Abril 30, 2012

Por ese tiempo ya tenía todas esas malas manías de provocar y dejarme seducir, incluso hasta por la más mansa paloma. Lo volví a ver después de muchos años, era verano, días de playa, discoteca y un desenfreno que contradictoriamente oculté mientras preparaba todo para hacerlo caer en mis redes. Salir con el amigo de infancia, el chico prohibido, el casi hermano más que una hazaña fue todo un recuerdo de arena, brisa y deseo.

Era obvio que ya nos gustábamos, pero ninguno hacía nada para demostrarlo. De repente, nació el deseo vago de acorralarlo, de demostrarme a mi misma que ese niñito con el que jugué al papá y a la mamá era, además del buen prospecto de esposo, la fiera perfecta para encandilar de pasión una y otra vez cualquier tarde playera.

Lo invité a que camináramos por la orilla del mar, a recordar esas anécdotas del colegio, los juegos en mi cuarto por las tardes, muy nuestro, muy de aquellas épocas. Él llevaba puesto un short blanco que hacía traslucir su trusa y mi imaginación; yo llevaba sobre el bikini un pareo del mismo color. Mientras conversábamos noté cómo escondido tras sus lentes de sol, miraba mis pechos fijamente. Quise averiguar si el cariño de niños aún permanecía y lo provoqué agachándome de rato en rato a remojar mis manos en el agua y pasármelas por la nuca, deslizarlas por el pecho y el abdomen para humedecerlas. Se sentía bien hacerlo, engatusarlo poco a poco y luego hacerlo despertar con alguna pregunta fuera de lugar.

Aprovechamos los últimos rayos del sol para sentarnos a conversar. Deslicé suavemente el pareo por mis piernas y lo puse a un costado mientras me acomodaba a su izquierda boca arriba. Él hizo lo mismo. Me hizo escuchar música y compartir los mismos audífonos, no desaproveché la oportunidad de acercarme más y recostar mi cabeza sobre su hombro, por momentos sentía que se ponía nervioso, dudaba de qué decir o hacer.

De la nada le dije –mientras mi cabeza descansaba sobre él– que me gustaba mucho y me hice a un lado esperando una pronta reacción. Él, se volteó hacia mí, levantó sus lentes, sonrió dulce y me besó. Era la escena romántica del momento, una escena que me encargué de romper cuando decidí seguirle el juego y me apoderé poco a poco de su nerviosismo, su confianza, y desperté sus ganas. Mientras lo besaba y pasaba mis manos por su espalda pecosa, mi amiguito apoyaba con fuerza su mano en mi pecho, como queriendo aferrarme, y también apartarme de él, era él y su indecisión, él y sus ganas, él y yo.

Pasó sus manos por mi nuca y aflojó el sostén que llevaba puesto, jalé el pareo hacia mí y lo puse sobre su cabeza mientras él besaba tiernamente mi cuello, disimulando movimientos, dominando el animal que quería despertar para poseerme. Bajó hasta mi pecho y con libre pasión los besó sin tabúes y con total descaro. Él chico de mi infancia se puso sobre mí, tenía la respiración agitada y el miembro duro, el mismo que apretaba con finura contra mis caderas abandonándose en un vaivén sobre mi ropa. Logró erizar perfectamente mi piel sobre la arena.

Era excitante sentirlo, verlo así, tan distinto a cómo se veía en los momentos familiares, escolares, muy de niños. Y ahora lo tenía ahí, desesperado por placer, por caricias, por mí. Pude tocarlo sobre el short, dejar que siga sobándose sobre mí, y sin resistir mucho se lo saqué. 

Yo solo corrí mi trusa diminuta a un costado y dejé que juegue sobre mí, que siga besando mis pechos incansablemente. Oía el golpe de las olas, que acompañaban su jadeo y me sumé a la melodía con uno cuantos gemidos que calentaron el viento fuerte.

El sol se ocultaba y a lo lejos la gente desaparecía junto al amigo con el que casualmente pude reencontrarme. Yo era la culpable de su desenfreno, de romper esa barrera que pasaba el amor de hermanos a una amistad atrapada en la pasión de una tarde.

Estaba prácticamente desnuda, encerrada junto a él en un mundo sucio y ajeno a ese que habíamos compartido días atrás. Los poros de la piel respiraban sólo brisa de mar y sexo. Me monté sobre él, lo sentí tan mío, tan dentro. Qué placentera sensación la de ver desde ese plano el mundo.

Cuando estaba sobre él, mirando sus ojos negros y su cabello lleno de arena, estiré mis brazos hacia atrás, sujetándome sus rodillas flexionadas y comencé a mecerme más fuerte y más fuerte sobre él, como si fuera la última vez, la única oportunidad para atraparlo. Mi vagina arremetía contra su pene duro y, él comenzaba a jadear y cogerme los senos mientras bailaba a la intemperie, con la brisa fría y el calor del momento.

Insistió en ir a otro lado, que su energía llegaba al límite y necesitaba alcanzar el placer perpetuo al que lo condené. Pero ya la brisa me había atrapado y por nada iría a otro lugar. Todo debía ocurrir allí. Y sin pasar mucho tiempo, dijo que no podía más, que se vendría. Le ordené que lo hiciera, que derramara sus encantos sobre mi piel, y así, mientras soltaba unos quejidos propios de su gran orgasmo, yo me venía en un manoseo personal con él.

Se puso a mi costado, y me pidió perdón por aquello. Le dije que no había problema, me levanté y caminamos hacia el mar. Al rato el calor comenzó a ser reemplazado por el frío y su pudor, volvimos al departamento. Al día siguiente me llevó el desayuno a la cama. Sin duda, mi amigo de infancia, el de modales de casa, fue desde ese encuentro el hombre perfecto de un lecho fingido de amor.


Foto: Raffo Rioja

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